"Nada podemos esperar sino de nosotros mismos" | SURda |
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23-07-2013 |
En defensa del voto
“(…) la tela tejida en la sombra acaba terminándose, y entonces parece que la fatalidad lo arrolla todo y a todos, que la historia no es más que un enorme fenómeno natural, una erupción, un terremoto, del que acaban siendo víctimas todos, quien ha querido y quien no ha querido, quien sabía y quien no sabía, quien fue activo y quien fue indiferente. Y este último se irrita, querría sustraerse a las consecuencias, querría que quedase claro que él no ha querido, que él no es responsable. Algunos lloriquean piadosamente y otros maldicen obscenamente, pero ninguno, o pocos, se preguntan: si yo también hubiese hecho mi deber de hombre, si hubiese intentado hacer valer mi voz, mi parece, mi voluntad, ¿habría sucedido lo que ha sucedido? Pero ninguno, o pocos, se echan la culpa por su indiferencia, por su escepticismo, por no haber dado su apoyo moral y material a aquellos grupos políticos y económicos que combatían, precisamente, para evitar ese mismo mal; que se proponían conseguir ese mismo bien. Ellos, en cambio, prefieren hablar de fracaso de las ideas, de programas definitivamente hundidos y de otras gracias semejantes. Continúan en su indiferencia, con su escepticismo. Mañana seguirán con su vida de renuncia a toda responsabilidad directa o indirecta”.
Antonio Gramsci, 26 de agosto de 1916
Durante años la izquierda más combativa ha considerado las instituciones y los representantes políticos como la parte más interesada y mísera de la política. Frente a ellos se reivindicaba la entrega generosa del activismo social, la calle como lugar de encuentro político por excelencia, los movimientos sociales como el tejido más honorable donde se catalizaban las luchas y la organización. En cambio, los cargos políticos tenían el pecadillo de tener un sueldo -lo cual en muchos casos no era verdad-, un despacho, un poder que no siempre ponían al servicio de los ciudadanos.
Como resultado de todo ello, pedir el voto era plegarse a la parte menos honorable de la política de la izquierda. Muchos de los ciudadanos más críticos tenían a gala no haber votado o, al menos, no haber votado a ningún partido con representación institucional, lo que les dejaba -ante sus propios ojos y los de muchos- sin ninguna responsabilidad ante cualquier tropelía que algún cargo o carguillo hiciese, o se dijera que hizo. Evidentemente, en ningún foro formal o informal de discusión le podían echar en cara a ese ciudadano el comportamiento de ningún cargo electo porque con su voto no había sido elegido ninguno. Ninguna traición en las instituciones tenía relación con su comportamiento electoral, porque nada de lo que sucedía en esas instituciones aparentemente lo tenía.
La derecha, en cambio, hacía todo lo contrario. No se caracterizaba por colaborar en los movimientos sociales, ni por dedicar mucho de su tiempo libre al activismo o la militancia. Eso sí, cuando llegaban las elecciones, religiosamente iban a la urna y aupaban a sus partidos al poder nacional, autonómico y municipal.
Con esa situación, y mientras las movilizaciones por cuestiones compartidas por la izquierda no dejan de aumentar, son muchos los que se plantean por qué no avanzamos. Por qué no se logran frenar los recortes o cambiar las políticas. La respuesta más primaria está clara. Porque los que gobiernan son otros, porque los votos han ido a ellos y porque esa fuerza crítica de la sociedad no se reflejaba en las elecciones. Sin duda hay muchos más elementos a analizar (individualismo ciudadano, desconfianza en la política, sistema electoral injusto), pero resulta paradójico que los movimientos sociales hablen de ocupar el Congreso simbólicamente en jornadas de movilización y no de ocuparlo literalmente con diputados que nos representen eligiéndolos en las urnas.
No sé si los que salen o salimos a la calle nos representan o representamos. En cualquier caso, de poco sirve eso porque los que deciden son otros. No hay otra opción que lograr que esos que deciden nos representen, y los que deciden salen de una urna. Las encuestas dicen que la gente confía más en la Plataforma de Afectados por las Hipotecas (PAH) y las ONGs que en los partidos. Pero esa gente debe comprender que las leyes las hacen los diputados elegidos que se han presentado en las listas de los partidos. Habrá que buscar personas en las que confiar y luego elegirlas como diputados.
Esos mismos activistas que se mueven en un bucle de idealización del movimiento social, exigiendo el candidato perfecto y, ante la ausencia de la perfección, optan por la abstención o el voto testimonial sin posibilidad de reflejo institucional, defienden el valor de los procesos de izquierda latinoamericanos como el resultado de la llegada al poder de Gobiernos dignos mediante el voto ciudadano. Afirman con contundencia que “sí se puede”, a pesar de que, seguro, habrá -y percibirán- errores y miserias en esos Gobiernos. Gobiernos que también tuvieron que enfrentar todos los obstáculos de unas democracias llenas de trampas de leyes electorales, campañas mediáticas de agresión y dinero al servicio de las candidaturas de derechas; y, sin embargo, lograron salvarlos.
El siguiente problema es la fragmentación de la izquierda, una fragmentación que para la movilización no es necesariamente negativa si luego existe frente común y coordinación, pero sí es trágica en convocatorias electorales. Son muchos los ciudadanos concienciados políticamente que luego se desesperan al encontrar a la izquierda dividida en infinidad de grupos políticos en las elecciones. Parece que ese “narcisismo de las pequeñas diferencias”, como diría Freud, está instalado en los líderes de la izquierda española. La discusión sobre qué grupo o líder tiene más o menos responsabilidad en la disgregación también sería estéril. Probablemente los más grandes deberían ser más generosos en la incorporación de compañeros de los partidos minoritarios, y probablemente siempre quedaría alguno en éstos últimos para mantener la sigla y la bandera, porque ya se sabe que se prefiere ser cabeza de ratón que cola de león.
El periodista Pablo Iglesias señalaba en una entrevista que lo que logra el éxito electoral de la izquierda no es tanto un avance en la difusión de su ideario entre la población, sino la percepción de un proyecto alternativo frente a los Gobiernos de la troika que puede tener éxito político. Incluso Chávez llegó al poder en Venezuela con un programa político bastante difuso, sería luego, empujado por la ciudadanía, y por su coherencia, honestidad y valentía, por lo que se lograron los avances sociales.
Ante esta división, la única opción que le queda al ciudadano crítico es aglutinar su voto ya que no lo hacen los responsables de las siglas. Es decir, hay que votar, porque -sin desdeñarlas- no son las manifestaciones, los movimientos sociales ni las ocupaciones de plazas las que deciden las políticas y las legislaciones, sino los tipos que salieron elegidos en las urnas. A no ser que se interrumpa la institucionalidad mediante una revolución, algo difícil de imaginar en Europa. Y, además de votar, se debe hacer a una opción que defienda todas las movilizaciones que hoy se están desarrollando, pero también que después tenga un reflejo institucional, que cambie la distribución actual de los escaños, dominada por los dos grandes partidos que llevan gobernando España desde hace más de treinta años. Si logramos esa aglutinación, es verdad que ningún diputado ni Gobierno puede garantizarnos que no se produzca la traición, pero de momento habremos de verdad barrido a los que han dominado las últimas décadas y se percibirá una luz. Si después seguimos luchando en la calle y exigiendo coherencia a los recién llegados, se demostrará que esa luz era una alternativa.
Si no hacemos eso, de nada servirá que sigamos diciendo que no nos representan, porque no hemos sido capaces de demostrarlo.
Blog del autor: www.pascualserrano.net
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